En el caso de Las Nubes, Aristófanes propuso la posibilidad de que, convencidos por las nuevas corrientes de pensamiento, tan modernas y estrambóticas, los jovencitos comenzasen a imponer lo que está bien y lo que está mal. Que fueran los jóvenes y no los viejos los que dictaran leyes y tradiciones, los que tuvieran el poder de argumentar qué es justo y qué es inmoral. ¿Se imaginan el desastre? ¡El caos, la anarquía! ¡Todo se daría la vuelta, nada tendría sentido! ¡De repente, robar estará bien, en la escuela no se aprenderá nada, la gente muy joven pensará que tiene la razón todo el rato… llegaremos al punto de que los hijos creerán que pueden pegarles a sus padres!
Este último detalle vertebra uno de los momentos centrales de la comedia, uno de los momentos de máxima hilaridad de toda la obra. Y, al ocupar un lugar tan relevante dentro del conjunto de la pieza, nos habla mucho de lo que pensaba Aristófanes sobre un asunto tan delicado como la educación en casa y fuera de ella, las relaciones de respeto entre padres e hijos… y lo que se entendía como normal en referencia a estas cuestiones entre sus contemporáneos.
Ni bien ni mal, solo argumentos: el ataque contra los sofistas
El protagonista de la obra es un ateniense medio llamado Estrepsíades, un tipo que ya se puede considerar más viejo que joven, y que tiene todo lo que un ciudadano estándar de su edad tenía en Atenas y en aquellos tiempos: mucho cansancio de la guerra y de la política, muchísimas deudas y un hijo. En tales circunstancias, convence a su vástago, Fidípides, para que se apunte a la escuela de Sócrates, famosa porque allí enseñan a sus discípulos a persuadir a cualquiera de cualquier cosa; si el niño aprende a usar esa clase de armas –planea el padre –, a lo mejor logramos que los acreedores nos perdonen las deudas.
El problema viene cuando este muchacho, enamorado de los atractivos preceptos de la escuela socrática, descubre, gracias a la nueva técnica oratoria aprendida en dicha escuela, que en realidad son muchos los planteamientos que le han sido impuestos “de toda la vida” y que, sabiendo argumentar con minuciosidad y buen hacer, son muy fáciles de derribar. Pues ese era el peligro que entrañaban estas modernísimas corrientes de pensamiento, las corrientes de los sofistas: sostenían que todo es argumentable. Eso es lo que enfadaba tanto a los que, como Aristófanes, se decían a sí mismos defensores de una moral antigua y casi ancestral, instalada en la sociedad griega. Para los sofistas, no hay ni bien ni mal universales, solo hay argumentos. No tienen una ideología sólida. No tienen principios ni moral. Y el joven se vuelve entonces un descarado y un frívolo soberbio, un imbécil que exhibe sus “majaderías” sin un ápice de vergüenza y que llega a demostrarle a su padre, en más de una escena, que ahora no siente que tenga que darle la razón simplemente por ser su padre. Ahora él siente que tiene la sartén por el mango. El hijo cree que tiene autoridad sobre su padre.
El desafío a la tradición: ¿qué es más absurdo?
El punto álgido de este modo de pensar llega cuando una escena se abre con la grotesca imagen de Fidípides persiguiendo a su padre para darle una paliza. De hecho, en plena persecución ya le está lanzando más de un derechazo y lo tiene considerablemente asustado. Como no puede ser de otra manera, el adulto no solo está preocupado por la violencia que se ve obligado a sufrir; está indignado por el hecho de que su agresor se crea con el derecho a pegarle así, exige que la razón se imponga: ¿¡dónde se ha visto que un hijo pueda pegar a su padre!? Es entonces cuando nuestro joven protagonista despliega las plumas de su recién conquistada soberbia, adquirida durante la formación sofística. Y, sin perder la calma ni por un segundo, se dispone a explicar por qué es totalmente razonable que un hijo le pegue al padre. O, más bien, por qué es algo tan justo y racional como que un padre le pegue a su hijo… algo por lo que nadie se ha escandalizado nunca.
“–Lo primero que te voy a preguntar es lo siguiente: ¿de niño me zurrabas?
–¡Pues claro que sí! Porque te quería y me preocupaba por ti.
–Y dime: ¿no es justo que también yo te quiera igual y te zurre puesto que <<querer>> es precisamente eso, <<zurrar>>? ¿Y por qué tu cuerpo debe ser inmune a golpes y el mío no? ¡Que también yo nací libre! (…)
–Pero en ninguna parte es de ley que un padre sufra tal trato.
–¿Acaso no fue un hombre como tú y como yo el que estableció la ley por primera vez y convenció a los de antaño con su elocuencia? ¿Me va a estar a mí, pues, menos permitido establecer una nueva ley para los hijos en el futuro, la de zurrar también a los padres?”
(Las nubes, vv. 1405 – 1430)
Sin duda, la comicidad de una escena como esta consistió en llevar al extremo las técnicas argumentativas de la sofística para esgrimir un razonamiento que, en esencia, practica una reducción al absurdo. Tal estrategia plantea enunciados tales como que los verbos “querer” y “zurrar”, opuestos desde lo más profundo de la semántica, puedan entenderse como sinónimos; o silogismos como que, dado que tanto hijos como padres tienen en común que son hombres, las leyes escritas por unos y por otros han de valer por igual independientemente de su contenido (y, desarrollando más la deducción lógica, en realidad ninguna ley vale nada por sí misma en tanto que la escribió una persona y, por tanto, siempre podrá ser anulada por otra persona).
Sin embargo, algo muy curioso sucede cuando uno lee la comedia que por fortuna conservamos, ahora que ha pasado tanto, tanto tiempo. Porque lo cierto es que los argumentos de este niñato sofista no parecen tan poco razonables. No, claro que no tiene sentido, ni es justo, ni decente, ni admirable que un hijo le pegue a su padre. Pero, en realidad, si uno se para a pensar detenidamente, con orden y con raciocinio argumentativo… ¿qué tiene de justo, de decente o de admirable que un padre le pegue a su hijo? Al final, ¿qué es lo que hace que una de las dos ideas sea aceptada e incluso considerada como digna de respetarse?
El miedo a los sofistas: argumentos contra la tradición… y contra el disparate
Aristófanes canalizó a través de esta comedia su furia contra las nuevas formas de pensar que comenzaban a establecerse en su ciudad. Teorías que, a su juicio, minaban los valores antiguos que él respetaba. Teorías que, para él, constituían un peligro. Es llamativo, porque centró la parte más intensa de su odio en la figura de Sócrates (que aparece como personaje en esta comedia y al que le acaban quemando el tejado de su academia, por poco con él mismo dentro). Hoy día, sabemos que Sócrates fue un filósofo complejo, pero desde luego no fue sofista; de hecho, parece que se peleó bastante con ellos. Sin embargo, el fondo de la crítica era precisamente contra esa escuela de pensamiento que planteaba que todo puede ser cuestionable. Aristófanes se burlaba de los tan despreciados sofistas, contra los que luego cargó Platón (usando a Sócrates como voz principal de sus discursos). Se burlaba de esa escuela de filósofos denostados aún a día de hoy, los siempre olvidados relativistas, filósofos de la razón, aquellos profesores de oratoria y retórica que cometieron el terrible pecado de decirle al mundo que las ideas, por viejas que sean, por sólidas que parezcan, pueden discutirse.
El cómico Aristófanes fue un hombre de mente conservadora que, como buen conservador, creía que hay cosas que no solo no pueden, es que no deben discutirse. E hizo danzar sobre el escenario lo que podríamos llamar uno de los “grandes éxitos” de la ideología conservadora universal: los mayores siempre merecen más respeto que los jóvenes (simplemente por ser mayores), y la educación de los mayores es más válida y respetable (simplemente por ser la que recibieron ellos). Dentro de ese esquema mental arcaico se entiende como admisible el castigo físico contra los que se supone que deben aprender de ti, aquello que más adelante se denominaría “violencia pedagógica” y que no es otra cosa que abuso puro y duro. Violencia ejercida por quien puede y contra quien no puede defenderse. Y Aristófanes será un señor muy antiguo; pero el discurso no se quedó en esa Atenas del siglo V. Lo hemos seguido oyendo hasta hace nada. En ciertos círculos –cada vez, por suerte, más tímidos– es posible seguir escuchando la defensa de esta forma de enseñar respeto y modales a las nuevas generaciones. Y, curiosamente, en esos mismos círculos, la simple posibilidad de que la violencia se ejerza en sentido inverso se entiende como una locura, una barbaridad; una muestra de la decadencia de los nuevos tiempos. “Algo que antes no pasaba”.
Entender que el maltrato infantil no tiene ninguna justificación posible no es, desde el punto de vista discursivo, ni siquiera muy complicado, tal y como demuestra Fidípides. Requiere una reflexión y argumentación mínima. Lo que pasa es que muchas de las ideas más antiguas, más asentadas y de apariencia más irrevocable, se mantienen precisamente porque no se reflexiona sobre ellas y porque, en cuanto alguien intenta argumentar, se le tacha de irrespetuoso, de estarse pasando, de darle demasiadas vueltas a algo, de sacar las cosas de quicio… de sofista. Y los sofistas daban miedo. Probablemente porque enseñaban a dudar.
Ha pasado suficiente tiempo como para que podamos comprobar que Aristófanes, aunque sigue haciendo muchísima gracia con muchas de sus ingeniosas tramas cómicas, no siempre acertó en sus juicios sobre la sociedad que lo rodeaba. Sócrates no era sofista. Los jovencitos que aprendían sofística no solo aprendieron a reducir las enseñanzas más antiguas a meros silogismos para salirse con la suya. Y dudar no tiene por qué ser temible. La duda puede conducir al razonamiento exento de prejuicios; es una forma de pensar que puede llevarnos rápidamente a entender que la idea de que los padres peguen a sus hijos “porque los quieran y se preocupen por ellos” tiene bastante poco sentido: tal vez sea tan disparatado pensar que un padre puede o debe pegarle a su hijo como pensar que querer es lo mismo que pegar.
Tal vez la normalización del maltrato infantil sea el auténtico disparate; y tal vez las razones de los sofistas, tan absurdas como parecían en tiempos pretéritos, tengan algo que enseñarnos, más de dos milenios después. Quizá sea un buen momento para rescatarlos. Para dejar de temer sus palabras. E incluso para hacer exactamente aquello que ellos, profesores, siempre quisieron que se hiciera con lo que decían: aprender de ellas.