Autor: René Solís de Ovando Segovia. Director General de CIBES.
En junio de 2017 (El Mostrador elmostrador.cl/noticias/opinion/2017/06/06/mejorar-la-proteccion-social-un-compromiso-ineludible/), titulábamos “Mejorar la protección social en Chile, un compromiso ineludible del próximo gobierno”. Pero no fue así: ni fue elegido un presidente que creyera en la necesidad de garantizar derechos sociales, ni mucho menos el gobierno elegido en 2017 asumió que el modelo económico imperante, literalmente, estaba ahogando a gran parte de los chilenos; que la sociedad estaba a punto de revelarse violentamente. En aquellos momentos tampoco se instaló en la oposición un discurso propositivo sobre la mejora de la justicia social… en 2017 la oposición tampoco vio nada.
A los dos años apareció la primera gran crisis: Chile estalló en las calles exigiendo el fin de la corrupción y los abusos cometidos directamente por representantes del Estado o, muchas veces, por terceros en connivencia con ellos. El llamado estallido social, analizado con un mínimo de inteligencia política, indica que se pusieron de manifiesto al menos dos cuestiones de fondo. En primer lugar, las protestas no se reducían a un grupo social concreto y especialmente vulnerable, sino a amplísimos sectores de la población, lo que reflejaba deficiencias sistémicas profundas que, como es natural, requieren de cambios estructurales en los que se implemente un modelo socioeconómico alternativo al neoliberalismo salvaje aun imperante. Y, por otra parte -y evidenciado por la altísima participación en manifestaciones y protestas-, se hizo visible una profunda desconfianza de la población en sus representantes. Se reclamaban cambios profundos, lo que incluía a las personas que deberían implementarlos, porque se identificaba a la práctica totalidad de diputados, senadores y miembros de sucesivos gobiernos, como responsables del desastre en el que se encontraba el país; según la encuesta Pulso Ciudadano, Activa Research, -25 octubre 2019-, el 83,6% de la población apoyaba las manifestaciones. En octubre de 2019 (El Mostrador, 23 de octubre), bajo el título “Chile demanda un cambio de paradigma político que le haga recuperar la confianza”, decíamos: “Y no se trata de que el Gobierno ahora subvencione de urgencia servicios básicos, sino que se apueste seriamente por un cambio de modelo y se ponga, por fin, la protección social en el centro de la conversación. Porque la gente -¡más de un millón de personas solo en Santiago!-, no necesita respuestas asistenciales que calmen su rabia, sino un cambio de paradigma político que le haga recuperar la confianza.”
Y entonces vino la segunda gran crisis: nos invadió la pandemia del Covid-19 para la cual, como reconoce todo el mundo, “no estábamos preparados”, porque no es posible prever una crisis sanitaria de dimensiones planetarias. Pero eso no significa que la epidemia del Covid-19 afectara a todos los países de igual manera, ni que, desde luego, los países cuenten con los mismos recursos y sistemas de protección social para afrontar situaciones sobrevenidas de especial gravedad. Por ejemplo, en Europa Occidental, al existir una potente red pública de salud y de servicios sociales, durante los primeros meses el esfuerzo se centró precisamente en fortalecer estas redes e intentar explicar a la población las medidas restrictivas que era necesario implantar para frenar el contagio, al tiempo que se destinaba recursos para compensar los efectos económicos negativos del confinamiento en las familias más vulnerables. Otro ejemplo es Estados Unidos, en donde, al no contar con un Estado de Bienestar homologable al existente en Europa, se optó por generar ayudas económicas directas en forma de asistencia financiera para comida, vivienda y pago de facturas; es decir, se hizo lo único que puede hacer un Estado carente de un sistema de protección social sólido: proporcionar subsidios a ciudadanos desprotegidos a los que, además, era necesario compensarles la pérdida de movilidad producto del confinamiento. Chile, en la órbita de los países en desarrollo -con suficiente capacidad económica para reaccionar con niveles dignos de eficacia ante crisis como ha sido la producida por la pandemia-, después de medidas erráticas y populistas como fue el reparto de cajas de comida acompañadas de abundante difusión mediática, no podía apoyarse en un Sistema Público de Servicios Sociales inexistente, por lo tanto solo pudo seguir el modelo norteamericano, aunque con menos recursos, y cifrar las esperanzas de solución definitiva en la vacunación. Esto, además del altísimo costo pagado por los más desfavorecidos, significó que dos años después de la aparición de la pandemia, nos encontramos en las mismas pésimas condiciones que al principio.
Pero algo está cambiando.
En estos momentos Chile vive una situación única: está cerca la promulgación de una nueva Constitución que garantice derechos sociales y, al mismo tiempo, los chilenos han elegido, esta vez sí, a un presidente cuyo programa se fundamenta precisamente en la justicia social, la igualdad y la integración social plena de todos y todas. Esta oportunidad es muy improbable que se repita: en cuestión de meses habrá una Carta Magna que mandate garantizar derechos sociales y habrá un gobierno que quiera y, por voluntad democrático, deba transformar ese mandato en los cambios estratégicos que el país necesita. Solo falta por saber hasta qué punto el nuevo gobierno sabrá diseñar un nuevo modelo de Estado que transforme “ideales” en “realización práctica”. Porque no se tratará solo de garantizar la probidad en la administración de recursos, ni siquiera en destinar mayor cantidad de recursos para los servicios sociales o de protección, sino de garantizar que el esfuerzo de protección social tenga el efecto de promover un proyecto de vida digno para los chilenos y chilenas, y no la generación de dependencia de ayudas del Estado. Dos ejemplos ilustran claramente este último reto, ambos reflejados en el organigrama del actual Ministerio de Desarrollo Social.
Políticas universales frente a focalización.
Si Chile contara con un sistema de protección social de derecho, sería factible el acceso universal a los servicios sociales. Porque, de la misma manera que todas las personas deben poder desarrollar un proyecto de vida digno, cualquier ciudadano debe tener acceso a los recursos que le permitan compensar los efectos de la posición social de desventaja en la que pudiera encontrarse; y no se debe olvidar que es responsabilidad pública aportar las ayudas que hagan viable la integración social plena de todos y todas. Pero no se trata de aproximar tales ayudas, sino de incorporar competencias y capacidades a quienes, como hemos dicho, su posición social les impida o dificulte desarrollar un proyecto de vida digno, de tal suerte que tiendan a ser más autónomos, más independientes también de la ayuda pública. Por eso, desde un punto de vista estratégico, es un grave error intentar identificar posibles usuarios de servicios sociales en función de características intrínsecas -menores, mujer, minoría étnica, etc.- ya que eso conduce indefectiblemente a desarrollar políticas asistencialistas que, al margen de alivios puntuales, solo generarán dependencia. Esta forma de plantear la intervención social se denomina focalización y, desde hace ya décadas, tiende a considerarse superada, aunque en el Ministerio de Desarrollo Social existe una División de Focalización,
Las políticas sobre infancia y adolescencia.
El servicio “Mejor Niñez”, y en general todas las políticas públicas dedicadas a la infancia y la adolescencia, se dirijen a identificar, detectar y atender situaciones preexistentes de desprotección o desamparo de niños, niñas y adolescentes (NNA), y no a prevenir su aparición. De hecho el sistema de convenio que firma el Estado de Chile con entidades privadas para atender NNA (Ley 21.302) se basa en la asignación de un monto por niño atendido, por lo que la lógica de la subvención es básicamente sobre volumen de casos y no de efectividad (cantidad de casos resueltos o al menos con mejoras significativas). Por eso se sigue entendiendo que los casos atendidos por el Sename (actual Mejor Niñez) son crónicos, incluso se sostiene públicamente que el origen de los problemas de muchos niños y niñas atendidos por el Estado está en el propio Sename. La prevención primaria es difícil de contemplar sin una fuerte red de servicios sociales comunitarios y, por otra parte, la prevención secundaria, la que implica intentar que los casos de riesgo o primeras crisis (por ejemplo de maltrato) no se agraven, es prácticamente imposible de abordar, puesto que los centros de protección deber atender unas urgencias que parecen no tener fin.
Es necesario entender, entonces, que el problema de la falta de protección y promoción de la infancia en desventaja social en Chile no se debe a la mala gestión de los recursos y servicios existentes, ni tampoco a que éstos sean escasos o que el personal que trabaja en ellos sea incompetente. El problema es que toda la protección social en Chile está basada en fórmulas asistencialistas graciables y no de derecho, donde las personas -familias, niños y niñas especialmente– son meros receptores de ayudas, debiendo contar, además, con la condición de persona necesitada para ser acreedor de tales ayudas. Si a esto se le suma que Chile es de los pocos países cuyo sistema de protección a la infancia está absolutamente judicializado, el resultado es una situación fácilmente evaluable como muy deficitaria, y que solo mejorará cuando se reconozca el derecho de NNA a ser protegidos y cuidados a través del desarrollo de un moderno Sistema Público de Servicios Sociales (comunitarios y especializados).
Pero, al menos de momento, todo se mantiene igual: en el Ministerio de Desarrollo Social existe una Subsecretaría de la Niñez que, con las modificaciones actuales, como fue la creación del llamado servicio Mejor Niñez, mantiene prácticamente intactas las características del antiguo Sename. Sigue sin existir una ley de garantía de derechos de la infancia y todas las medidas de protección, su aplicación, metodología y evaluación, dependen del sistema de justicia.
Esta oportunidad única, representada por la convergencia de una nueva constitución para Chile y de un próximo gobierno comprometido con los derechos sociales, parece señalar un camino de cambios profundos, tan necesarios como esperados durante muchos años.
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