Tomás Aguilera Durán
Tomás Aguilera Durán
El tonelero y su revista
Joan Montseny Carret (1864-1942) era tonelero, editaba revistas y escribía de filosofía.
Desde muy joven, Montseny combinó su trabajo en una fábrica de Reus con el activismo sindical. Tras una primera fase marxista, se vinculó definitivamente al anarquismo, hasta el punto de participar en la fundación de la CNT y la FAI. Organizó huelgas, emprendió acciones legales y mediáticas contra grandes empresarios y promovió campañas de ayuda a los presos políticos; como consecuencia, él mismo estuvo en la cárcel, oculto en la clandestinidad entre Barcelona y Madrid y exiliado en Londres.
Joan Montseny Carret (Federico Urales).
Fuente: Wikimedia Commons
Con el tiempo, su trabajo y su militancia fue volcándose en la cultura. Con mucha dificultad, realizó informalmente estudios de magisterio y colaboró con su pareja, la pedagoga Teresa Mañé Miravet, en la fundación de una escuela laica. Al mismo tiempo, se consagró como editor, labor que culminó con La Revista Blanca, quizá la publicación anarquista española de corte intelectualista más importante de la historia. Además, se convirtió en una plataforma desde la que surgieron más proyectos editoriales, otros periódicos, traducciones de libros extranjeros y colecciones de novelas populares de ambientación obrera. La lucha para Montseny también estaba en las aulas y las letras.
Como articulista, el tonelero anarquista solía utilizar pseudónimo, en parte por cierto complejo de inferioridad debido a su condición autodidacta. Sus temas predilectos eran la filosofía y la teoría política, y su trabajo más importante lo firmó con su alias más conocido, Federico Urales. «La evolución de la filosofía en España» es una serie de unos cincuenta artículos publicados entre 1900 y 1902, después recopilados en forma de libro en 1934. La idea de aquel ensayo no era hacer una historia canónica de la filosofía, más bien todo lo contrario: reinterpretar de una forma muy personal las diferentes influencias del pensamiento español desde una perspectiva libertaria. Desde luego, su prioridad eran las figuras y controversias contemporáneas, pero la filosofía antigua ocupó un interesante y extraño lugar; el aura de prestigio casi divino que disfrutaban los antiguos filósofos los convirtió en el blanco de una rabia particular.
Aunque en esta obra la antigüedad abarca desde el origen de la humanidad hasta el ascenso del cristianismo en Roma, pasando por las culturas orientales, analizó el pensamiento griego con un especial detenimiento. No es raro, sobre todo teniendo en cuenta la influencia del helenismo en aquellos años, particularmente potente en Catalunya. Urales participó en parte de la idealización de aquella época como un espacio de libertad y fecundidad intelectual, pero eso tampoco fue obstáculo para aplicar sus radicales convicciones acerca de la filosofía en general.
Para empezar, parte de un total escepticismo: no existe (o no importa) nada que esté más allá del entendimiento humano, ya sea Dios, el alma o cualquier otra idea trascendente, como la verdad, el bien o la justicia. Toda institución humana es puramente convencional. Lo único auténticamente real son las leyes de la materia, los mecanismos físicos y químicos que lo constituyen todo, incluido el ser humano, sus emociones e intelecto. En consecuencia, la función de los propios filósofos debe cuestionarse de forma implacable:
«No ha habido una religión ni una filosofía humanas; ha habido una religión y una filosofía de clase. Todas han servido para distinguir unos hombres de otros; aquí y allí, hoy y ayer, el nombre de sabio y el de sacerdote ha sido sinónimo de privilegiado».
Según él, la sofisticación excesiva del pensamiento, todo aquello que lo aleja de las necesidades materiales e inmediatas de la gente, hace daño a las humanidades porque, en realidad, se desentiende de las verdaderas necesidades humanas, esto es, pervierte su condición humanista. Por el contrario, su complejidad solo sirve para generar divisiones y categorías (el intelectual y el que no lo es, el erudito y el ignorante) de la misma manera que la guerra divide al fuerte del débil o la economía al rico del pobre. Así, toda disciplina humanística planteada para buscar verdades absolutas no solo es inútil, pues esas verdades no existen, sino además dañina, porque legitima una concepción elitista del mundo.
El efecto de esta premisa en su análisis del pensamiento antiguo es demoledor, especialmente con los griegos, precisamente por considerarse los padres de la filosofía occidental y, por lo tanto, los responsables de buena parte de los vicios heredados. Nunca dejó de admirar su inteligencia y algunas contribuciones valiosas, pero casi siempre pesó más esa faceta negativa que consideraba contraria al bien común. Así, criticó duramente a Pitágoras por introducir la noción oriental del alma, a los sofistas por su egoísmo, a Sócrates por creer en las divinidades y la verdad y, por encima de todo, aborreció a Platón por su metafísica idealista adoptada después por la teología. Según su perspectiva, ninguno de ellos buscaba mejorar las cosas, consciente o inconscientemente, absortos en su juego erudito.
La filosofía debería ser pragmática, política y útil. Para Urales, el único objetivo legítimo es la consecución de la felicidad, individual y colectiva. En tanto que todo depende de las leyes naturales, la única manera de encarar esa misión es buscar una fórmula para cubrir las necesidades materiales de las personas; esa condición es imprescindible para lograr la plenitud en cualquier otro ámbito, emotivo, creativo o intelectual. Toda idea o institución debe centrarse en lograr el bienestar; toda norma o restricción que lo entorpezca debe descartarse.
Desde ese punto de vista salvó a Aristóteles, por ser el principal precursor de la visión naturalista del mundo, así como un gran defensor de la dimensión social del ser humano. No obstante, le reprochó su defensa de la esclavitud —aunque admitió que era propia de la mentalidad de su tiempo— y un fallo que consideró aún más grave: que no formulase ninguna propuesta política concreta con la que aplicar sus premisas, que no plantease un sistema alternativo para mejorar la realidad.
En la misma línea, concedió aciertos puntuales a algunos de sus continuadores helenísticos: Zenón, fundador del estoicismo, por su escepticismo y su cuestionamiento de las convenciones preestablecidas, aunque rechazó su pesimista obsesión por la preparación para el sufrimiento; y Epicuro, por su búsqueda del disfrute humano, aunque alertó del riesgo que su postura conllevaba de caer en el egoísmo y el vicio.
Asimismo, consideraba que los continuadores modernos de aquellas tradiciones, incluyendo los progresistas (ilustrados, republicanos o socialistas), también habían desaprovechado su potencial, ya fuese porque lo enrevesaban con metafísica sin aplicaciones concretas, o porque lo tergiversaban para respaldar intereses de clase o regímenes autoritarios: «La evolución del pensamiento aristotélico ha de verse en los ácratas».
Urales hizo una defensa radical del materialismo frente al espiritualismo y el idealismo, lo que era un debate muy propio de su tiempo, pero reformuló esa controversia desde el máximo estándar ético. Aquellos valiosos principios humanistas de la antigüedad resultaban vacíos sin un verdadero compromiso social. Ninguna doctrina hasta el momento era totalmente válida en tanto que ninguna beneficiaba realmente al conjunto de las personas. Esto las convertía en una trampa, un espejismo con el que retorcer la realidad, confundir prioridades y atenazar voluntades.
Probablemente Urales fue algo injusto. Su análisis no es extremadamente fino y a veces resulta contradictorio. Al fin y al cabo, él se había formado leyendo a aquellos pensadores a los que atacaba sin piedad, sus sofisticados pensamientos le habían ayudado a conformar su manera de pensar el mundo y criticarlo. Realmente, dirigía una revista profunda y densa, muy difícil para el común de los mortales; con toda probabilidad, sus cincuenta artículos de historia de la filosofía tampoco procuraron beneficios concretos e inmediatos para la clase trabajadora. Él mismo fue cuestionado dentro del movimiento por tomar una dirección excesivamente intelectualista.
En todo caso, creo que su apasionada ofensiva contra la filosofía contiene reflexiones interesantes, con esa capacidad de incomodar que es un mérito innegable del anarquismo. Él se refirió a la metafísica a principios del siglo XX, pero bien podría pensarse en todas las humanidades en pleno siglo XXI.
Una cosa que aquel tonelero autodidacta vio con claridad es que la especulación erudita de altos vuelos tiene algo de aislamiento interesado. Evidentemente, cuando se propone un sistema de ideas que la mayoría no puede asimilar, entre otras cosas, se está marcando una distancia, se abre una brecha que aleja a la élite intelectual (los que saben y entienden) del resto de la gente. De la misma manera que la carrera académica reproduce las dinámicas de competitividad y jerarquía que rigen el mundo, el grupo (escaso) que logra consolidarse tiende a legitimar su posición de poseedor exclusivo del conocimiento. Cuanto más restrictivo sea este, más sentido tiene el privilegio conseguido, mejor se justifican los sacrificios realizados y los méritos acumulados.
Es verdad que las propias humanidades están siendo asediadas en una realidad mercantilista que le resulta hostil. Sin embargo, paradójicamente, esto ha hecho que ahondemos aún más ese abismo, complicando nuestro trabajo, buscando especialidades artificiales, empleando un lenguaje más incomprensible. Esto se debe en parte a la aplicación forzada de cierta parafernalia cientificista, pero también se ha interiorizado como un mecanismo de defensa, una contraproducente forma de autoafirmación, ya no solo entre la élite consolidada, también entre los aspirantes. Erramos la estrategia si pensamos que aislarnos es la mejor manera de transmitir la utilidad de lo que hacemos. Es fundamental la profundidad y la complejidad en el análisis, solo así se enriquece sustancialmente el conocimiento, pero ese esfuerzo pierde sentido si no existen vías para compartirlo, explicarlo y difundirlo en la sociedad que lo sostiene.
Que quede claro que no me refiero a una divulgación inocua de puro entretenimiento. No por casualidad, esa es más abundante que nunca, empujada por las mismas lógicas de consumo; esa no ayuda a comprender mejor ni a cambiar nada, solo frivoliza y anestesia. Hablo, como Urales, de una divulgación crítica y combativa. Él también tenía razón al afirmar que las humanidades traicionan su esencia cuando pierden su sentido humanista, es decir, cuando se olvidan de las personas. Todo estudio humanístico debería poder relacionarse con el presente por antiguo que sea su tema; de la misma forma, nunca debería ser ajeno a la injusticia y el abuso por anecdótico que parezca su planteamiento. De él debería emanar siempre una reflexión encaminada a mejorar vidas, con mayor o menor acierto, o el esfuerzo habrá sido, en efecto, un entretenimiento inútil.
Si la reivindicación de las humanidades gira únicamente en torno a razones elevadas y abstractas, y sus intereses quedan al margen de toda inquietud social, quizá no sea descabellado que otros toneleros miren a filósofos, historiadores y filólogos con cierta rabia e incomprensión. Por lo mismo, será difícil que empaticen con sus causas legítimas o sus conflictos laborales, pues creerán en la distancia que los propios humanistas han marcado.
Urales hablaba de concreción y podemos hacernos preguntas concretas. ¿Quién lee o escucha nuestro trabajo? ¿Cómo se recibe lo que planteo? ¿En qué problema estoy aportando algo? ¿Para qué sirve? Si las respuestas tienen que ver con un pequeño puñado de colegas debatiendo en una universidad, quizá conviene darle otra vuelta.
Es cierto que nuestra contribución es de una naturaleza muy distinta a la de las ciencias, pero no es menos valiosa si queremos buscarla. En un tiempo en el que la realidad se desdibuja, se pueden aportar matices y rigor racional a los debates; en un momento de desigualdades brutales, se puede hablar de las mujeres, los migrantes y la explotación a lo largo del tiempo; en una época de dificultades aparentemente insalvables se deben proponer realidades alternativas, redescubrir formas de solidaridad y colaboración que superen el individualismo. Quizá un planteamiento como el de Urales resulte utópico, pero la alternativa no es mejor ni más irreal: jugar a ser eruditos mientras el mundo que creemos ajeno se hunde.
Tomás Aguilera Durán
Historiador. Doctor en Estudios del Mundo Antiguo
Investigador postdoctoral I2C. Universidade de Santiago de Compostela
Te mandaremos un email al mes con nuestras principales novedades.
Nada de publi, nada de spam.