Si un niño o niña, por las circunstancias -con seguridad dramáticas- del tipo que sean, se quedara solo/a, sin padres ni familiares ni tutores legales que le garanticen la protección necesaria para vivir, en sentido estricto no estaría desamparado, puesto que la condición de pater familias subsidiario debe asumirla el Estado, lo que no solo implica la obligación de garantizarle los medios para subsistir, sino que esta parentalidad subsidiaria debe también proporcionarle medios para acceder a un proyecto de vida digno y, sobre todo, garantizarle un entorno de amor y afecto. En los sistemas de protección social de derecho (Europa Occidental), esta responsabilidad subsidiaria del Estado hacia la infancia tiene su marco ideológico en el Estado de Bienestar, y en el Sistema Púbico de Servicios Sociales su realización práctica.
Esta reflexión puede resultar difícil de asumir, al menos en teoría, si se pone el foco en el concepto “subsidiaridad”, ya que puede remitir a la idea de Estado subsidiario, con la carga ideológica neoliberal que lo acompaña. Pero, en un análisis más profundo, esto no debe ocurrir, ya que al hablar de parentalidad subsidiaria del Estado se hace referencia a la responsabilidad pública para garantizar un derecho humano fundamental, no a una ayuda asistencial graciable que, precisamente, es la idea que se encuentra en el fondo del concepto Estado subsidiario.
En el caso del niño/a, planteado al comienzo de esta columna, la manera de garantizarle una infancia feliz y, en definitiva, un proyecto de vida digno, es que el Estado asuma plenamente la responsabilidad que, ante la ausencia de recursos naturales, ese niño/a necesita: este es el principio de subsidiaridad en la infancia. Este principio, por cierto, se encuentra en las antípodas de la idea de beneficencia, asistensialismo pasivo y, por supuesto, de Estado subsidiario.
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