En cuanto al modelo de Estado, la elaboración de una nueva constitución facilitará señalar con claridad la idea de “Estado social”, es decir, indicar la obligatoriedad pública de crear y/o fortalecer sistemas (servicios y recursos sociales) que garanticen el ejercicio de derechos, considerados fundamentales en la propia constitución, y que son los que permiten participar a los ciudadanos y ciudadanas en la sociedad como miembros de pleno derecho. De esta manera, las constituciones que otorgan a los estados la condición de “social”, indican la necesidad de arbitrar medidas que garanticen el bien común, impidiendo que el Estado eluda su responsabilidad de ser garante de los derechos de los ciudadanos y las ciudadanas. Es decir y a modo de ejemplo, el Estado reconocerá el derecho al aseguramiento de un ahorro para la vejez de las personas que así lo quieren y cuya capacidad económica se lo permita, pero, en cualquier caso, garantizará el derecho a disfrutar de un sistema público de pensiones -contributivas y asistenciales-, suficiente e independiente de cualquier sistema privado.
De la misma manera, las constituciones democráticas modernas reconocen el derecho a una educación, salud y vivienda dignas, lo cual implica incluir sistemas de protección social que hagan viable el ejercicio de esos derechos a toda la ciudadanía. De esta manera, se presenta la oportunidad de consagrar taxativamente la protección social de las personas, señalando, como se ha indicado, algunos derechos esenciales, como son el derecho al trabajo y a la vivienda en condiciones dignas, a una educación universal y gratuita, el acceso a prestaciones sociales para las personas vulnerables, el derecho a un sistema de garantía de rentas (pensiones) decoroso, suficiente y con aseguramiento público, el derecho a una salud pública y de calidad. Esos derechos forman parte del elenco de lo que se entienden como derechos fundamentales, es decir, sin los cuales resulta muy difícil desarrollar un proyecto de vida digno. Por tanto, el reconocimiento de “Estado social” no es una cuestión meramente nominativa, sino que representa el desarrollo de principios básicos como son la igualdad, la justicia y la solidaridad. Como botón de muestra, podemos ver cómo definen la forma de Estado tres constituciones modernas, de países que han facilitado la implantación de sólidos sistemas de protección social públicos: Alemania (1949), que se define como “Estado federal, democrático y social”; España (1978), cuyo texto constitucional indica: ”España es un Estado social y democrático de derecho”; y Portugal (1976), que de una manera diferente, expresa que se trata de “… una República soberana, basada en la dignidad de la persona y en la voluntad popular y empeñada en construir una sociedad libre, justa y solidaria.”
En cambio, en relación al tipo de Estado, la Constitución chilena (1988 – 2010, Art. 4), solo dice: “Chile es una república democrática.” El concepto “social” no aparece; solo se menciona respecto de los “medios de comunicación social” y cuando se hace referencia a la “seguridad social”. Es decir, las ideas de institucionalidad garante de derechos y Estado protector de la ciudadanía, no existen.
Así, se entiende que haya personas e instituciones en Chile que se lucren gestionando servicios y administrando recursos relacionados directamente con derechos fundamentales… ¿por qué no, si la fuente básica de protección jurídica lo permite? Es entendible, entonces, que exista una suerte de malestar generalizado en la sociedad chilena, puesto que existe una suerte de “desamparo institucionalizado.” No es extraño que esa misma sociedad se rebele y una de sus demandas básicas sea contar una nueva constitución.
Al no tener un término que explique fenómenos como el ocurrido en Chile desde el 19 de octubre de 2019, se corre el riesgo de que terminemos llamándolo con el nombre de una realidad diferente y, por tanto, desvirtuándolo y corrompiéndolo hasta que pierda su sentido o desaparezca. El presidente Sebastián Piñera llamó “guerra” a lo que estaba pasando, y los sectores afines al Gobierno se refieren sistemáticamente a lo que ocurre como “saqueos”; en el mejor de los casos, la sociedad chilena (también la prensa internacional) habla de “estallido social”, en la línea del sociólogo Manuel Castells que se refiere a estos fenómenos como “explosiones sociales”. Es decir, solo se hace referencia a lo que ocurre y muy poco a la capacidad que ha tenido el pueblo chileno para reaccionar con una gran inteligencia colectiva transversal, ante un sistema abusivo e injusto instalado desde hace décadas. Y se puede hablar del “pueblo chileno”, porque existe consenso en reconocer que esta reacción de la sociedad chilena incluye a la práctica totalidad de las clases sociales y se manifiesta en la mayoría de los barrios de las ciudades y pueblos. Por esto, me atrevería a proponer un nuevo término: demognomía.
Podemos denominar así a la capacidad de un gran colectivo -la mayor parte de la sociedad-, para actuar coordinada y organizadamente en pos de un objetivo común, pero sin requerir de estructura orgánica dirigente ni liderazgos personales y que, además, no se inspira en modelos o experiencias foráneas. Se trata de un proceso que aparece de forma espontánea y que se refuerza según aumenta la inclusión/participación de la ciudadanía. El término se obtiene de las raíces del griego antiguo demos -pueblo- y de gnosis -conocimiento-.
Chile ha demostrado tener una gran demognomía. Y es importante dar nombre a las cosas, si no, no existen. José Lázaro, en un artículo denominado “Si no se nombra, no existe” (El País, 15 feb. 2015), cita varios ejemplos de políticos que se esforzaron por negar un fenómeno social o económico sencillamente no nombrándolo. De más está decir que demognomía es la expresión de algo tan positivo, como lo es reconocer la inteligencia popular activa.
Decíamos en octubre de 2019 (El Mostrador, 27 de octubre),que el estallido social no es una suma de hechos espontáneos, sino que se trata de “… la sociedad chilena entera que se levanta y sin consignas preestablecidas, sin dirección de partidos políticos, sin estructura orgánica reconocible, comienza a gritar, con una sola voz, que no soporta más abusos, que está harta de no ser escuchada y, por sobre todas las cosas, que no tiene confianza alguna en el statu quo actual.” Eso es demognomía.
Pero ahora se trata de ser propositivos, ahora debemos intentar responder a dos cuestiones claves: ¿cómo transformar el malestar social en soluciones concretas? Y, ¿quién llevará a cabo el proceso de cambio? Probablemente la respuesta a ambas preguntas dependerá de un doble proceso. Por una parte, mitigar el malestar social requiere de un cambio estratégico profundo, como es la sustitución del modelo neoliberal extremo instalado en Chile y, en segundo lugar, garantizar la implementación de las bases de un Estado del Bienestar que facilite un proyecto de vida digno para toda la ciudadanía.
Erradicar el neoliberalismo extremo, que ha permitido que se haga negocios enormemente lucrativos con la salud y las pensiones de los chilenos, es una necesidad incontrovertible. Y no se trata solo de intentar regular o controlar posibles abusos, sino de no permitir que el ejercicio de derechos fundamentales se rija por las leyes del mercado: el sistema de pensiones no puede, en ningún caso, ser un negocio para ninguna institución, ni pública ni privada. La salud y la educación son derechos fundamentales, no puede depender su acceso a reglas de oferta y demanda. El sistema de libre mercado, llevado a su expresión más extrema, ha sido probado largamente en Chile y, a la vista está, sus resultados han sido catastróficos para la mayoría de los ciudadanos.
Perseguir el desarrollo de sistemas públicos de protección social -por cierto, imperantes en los países de la Europa occidental-, es perfectamente compatible con modernos modelos capitalistas. La protección social, garantizada a través de sólidos sistemas públicos de Salud, de Educación, de Pensiones y de Servicios Sociales, no solo es compatible con sistemas privados complementarios, sino que no resulta gravoso para el Estado. Además, los sistemas públicos tienden a la universalidad de la atención y a la normalización de prestaciones, lo que significa que todos los ciudadanos tienen, reconocidos por la Ley, su derecho de acceso a las redes normalizadas de salud, de educación y de servicios sociales.
El pueblo de Chile, que ha sufrido los efectos de un neoliberalismo salvaje y la indolencia de gran parte de sus representantes políticos, se merece una oportunidad para mejorar su bienestar y calidad de vida. Esa gran oportunidad vendrá en forma de una nueva Constitución.